
Vamos ahora con una primera idea seguida de un desafío. La competencia intelectual parece ser el último refugio de quienes, derrotados por una cotidianidad que se les presenta impenetrable y lejana, deciden convencerse de que el criterio último para establecer una relación de superioridad de un hombre sobre otro y legitimar su existencia, no es otro que la inteligencia y el conocimiento. Necia pero humana inclinación, quien la asume como forma de vida pasa por alto el hecho de que quienes se sienten cómodos en la cotidianidad también huyen, sólo que de otros horrores, de otros hombres, de otras limitaciones, al punto que podríamos aventurarnos a plantear, sin querer con esto ser unos efectistas lapidarios, que la esfera de pascal está llena de hombres que buscan refugio, bien sea del mundo, bien de la conciencia (¿volveremos alguna vez sobre este tema?).
Pero volvamos al inicio: la competencia intelectual. En mi caso concreto, mi vida universitaria fue testigo de tremendas gestas en las que la contienda se jugaba con lecturas obligadas que terminaban convirtiéndose en una especie de perfil intelectual fundamental. No se trataba, en absoluto, de profundidad intelectual, sino simplemente de un odioso tanteo social, de un tonto desafío en el que la única salida era no quedar con los pantalones abajo. Eso y nada más: “Crimen y Castigo merece ser leída en tono latinoamericano, ¿cierto Mac? Y se responde: Desde luego, pero con un acento sureño…”, o cualquier otra estupidez que permita salir al paso y evitar confesar la ignorancia. Las razones para hacerlo eran, también, necias y humanas: sacarle la lengua a los intelectuales y dejarlos sin piso para sentirse bien (luego vine a descubrir que sacarles la lengua es darles demasiada importancia). Ante este bombardeo de petardos queda enfrentar la disyuntiva: sumirse en la superficialidad (Berrera dixit) o enfrentar el desafío jugando con las mismas armas del rival. De la primera opción no vale la pena hablar acá, pues creo que la sentencia de Barrera, además de maravillosa, es contundente: mandar al chorizo a cualquiera que intente pasar por eminencia por el simple hecho de ser pedante y mamón. Hablemos, pues, de la segunda y recordemos que fundamentalmente se trata de no quedar con los pantalones abajo. Esto quiere decir que más que las lecturas importan las respuestas, es decir, tener a la mano el comentario adecuado aunque el conocimiento del libro en cuestión sea nulo. Así, la estrategia se bifurca de nuevo: presionar la localía (al estilo Bolivia) o ser un buen equipo visitante (al estilo Paraguay). Si lo primero, la estrategia se reduce a desviar la pregunta a un terreno conocido. Tal fue el caso en una entrevista que me hicieron para entrar a una maestría en la Javeriana: indagado por el tema de mi eventual proyecto de investigación (pitazo inicial) sólo atiné a escupir un par de cosas que no vale la pena recordar (atrapada del arquero y saque de profundidad), a lo que mi entrevistador, interesado como puede estar un inquisidor en su procesado, me planteó lo interesante que sería trabar el tema desde Nozick (pase al vacío con pique del carrilero), “a quien debe conocer de sobra alguien interesado en el tema como tú” (pase de la muerte al delantero que llega libre). Aprisionado como estaba, mentí sin dudarlo cuando afirmé que no solo conocía su obra (el arquero agarra con violencia al delantero) sino que además me parecía problemática y por eso mismo llamativa (penal flagrante y expulsión del arquero). Cuestionado de nuevo por mi soberbia respuesta (el delantero cobra el panal a la base del poste derecho) respondí que mi posición ante el tal Nozick estaba muy influenciada por mi lectura de Hobbes, y que sólo desde Hobbes mis críticas tomaban fundamento (el portero suplente se lanza como una ráfaga y toma el balón con las manos). De ahí en adelante el tema fue Hobbes, autor del que el entrevistador ocultó su ignorancia con frases vacías, buscando no quedar con los pantalones abajo (que en términos prácticos significó un dos a cero). Así, presionar la localía funciona, cuando no funciona la segunda estrategia planteada: ser un buen local. Este es el caso del que prefiere esperar al contrario con cautela, medirlo y luego arremeter cuando las condiciones del juego lo permitan. El sustento de tal plan son las contra carátulas. Esas hojas de contenido elemental, casi nulo del libro que acompañan, son la tabla de salvación de los intelectuales criollos. Para resumir, hablaremos, como lo planteáramos algún día con el profesor Roncallo, del “lector de contra carátulas”: la mezcla perfecta entre el comprador compulsivo de libros y el lector perezoso. El individuo que sabe que la información contenida en las contra carátulas es suficiente para superar cualquier prueba intelectual de orden social. Aquel lector que nada lee pero cree tener posesión del conocimiento con solo marcar el libro y pegarle su calcomanía personal. No crean que mi tono es de censura y que mi ánimo clama por venganza. Muchas veces he sido yo un lector de contra carátulas y este es un buen medio para declararlo. Así, a la pregunta sobre Crimen y Castigo vale responder que la maestría de los diálogos alcanza su más elevada cota en los coloquios que median entre el juez y el sospechoso. Ante una duda sobre Joyce se acertará siempre diciendo que con la crónica de un día en la vida de Leopold Bloom en la ciudad de Dublín, Joyce convirtió la vulgar epopeya del hombre de nuestro tiempo en una obra inmortal. Una estrategia a todas luces limpia y distinguida que me obliga a proponerle al lector que haya llegado hasta aquí que denuncie al lector de contra carátulas, que ponga su nombre en los comentarios y que de paso lo calumnie apoyado en el anonimato, o bien que decida poner su nombre en el muro de los lamentos y declare abiertamente de qué libros ha sido lector de contra carátula y cómo ha funcionado su estrategia. Me queda faltando el proyecto editorial que se desprende de lo anterior y que muchos ya intuyen. Ya habrá espacio para eso.
Pero volvamos al inicio: la competencia intelectual. En mi caso concreto, mi vida universitaria fue testigo de tremendas gestas en las que la contienda se jugaba con lecturas obligadas que terminaban convirtiéndose en una especie de perfil intelectual fundamental. No se trataba, en absoluto, de profundidad intelectual, sino simplemente de un odioso tanteo social, de un tonto desafío en el que la única salida era no quedar con los pantalones abajo. Eso y nada más: “Crimen y Castigo merece ser leída en tono latinoamericano, ¿cierto Mac? Y se responde: Desde luego, pero con un acento sureño…”, o cualquier otra estupidez que permita salir al paso y evitar confesar la ignorancia. Las razones para hacerlo eran, también, necias y humanas: sacarle la lengua a los intelectuales y dejarlos sin piso para sentirse bien (luego vine a descubrir que sacarles la lengua es darles demasiada importancia). Ante este bombardeo de petardos queda enfrentar la disyuntiva: sumirse en la superficialidad (Berrera dixit) o enfrentar el desafío jugando con las mismas armas del rival. De la primera opción no vale la pena hablar acá, pues creo que la sentencia de Barrera, además de maravillosa, es contundente: mandar al chorizo a cualquiera que intente pasar por eminencia por el simple hecho de ser pedante y mamón. Hablemos, pues, de la segunda y recordemos que fundamentalmente se trata de no quedar con los pantalones abajo. Esto quiere decir que más que las lecturas importan las respuestas, es decir, tener a la mano el comentario adecuado aunque el conocimiento del libro en cuestión sea nulo. Así, la estrategia se bifurca de nuevo: presionar la localía (al estilo Bolivia) o ser un buen equipo visitante (al estilo Paraguay). Si lo primero, la estrategia se reduce a desviar la pregunta a un terreno conocido. Tal fue el caso en una entrevista que me hicieron para entrar a una maestría en la Javeriana: indagado por el tema de mi eventual proyecto de investigación (pitazo inicial) sólo atiné a escupir un par de cosas que no vale la pena recordar (atrapada del arquero y saque de profundidad), a lo que mi entrevistador, interesado como puede estar un inquisidor en su procesado, me planteó lo interesante que sería trabar el tema desde Nozick (pase al vacío con pique del carrilero), “a quien debe conocer de sobra alguien interesado en el tema como tú” (pase de la muerte al delantero que llega libre). Aprisionado como estaba, mentí sin dudarlo cuando afirmé que no solo conocía su obra (el arquero agarra con violencia al delantero) sino que además me parecía problemática y por eso mismo llamativa (penal flagrante y expulsión del arquero). Cuestionado de nuevo por mi soberbia respuesta (el delantero cobra el panal a la base del poste derecho) respondí que mi posición ante el tal Nozick estaba muy influenciada por mi lectura de Hobbes, y que sólo desde Hobbes mis críticas tomaban fundamento (el portero suplente se lanza como una ráfaga y toma el balón con las manos). De ahí en adelante el tema fue Hobbes, autor del que el entrevistador ocultó su ignorancia con frases vacías, buscando no quedar con los pantalones abajo (que en términos prácticos significó un dos a cero). Así, presionar la localía funciona, cuando no funciona la segunda estrategia planteada: ser un buen local. Este es el caso del que prefiere esperar al contrario con cautela, medirlo y luego arremeter cuando las condiciones del juego lo permitan. El sustento de tal plan son las contra carátulas. Esas hojas de contenido elemental, casi nulo del libro que acompañan, son la tabla de salvación de los intelectuales criollos. Para resumir, hablaremos, como lo planteáramos algún día con el profesor Roncallo, del “lector de contra carátulas”: la mezcla perfecta entre el comprador compulsivo de libros y el lector perezoso. El individuo que sabe que la información contenida en las contra carátulas es suficiente para superar cualquier prueba intelectual de orden social. Aquel lector que nada lee pero cree tener posesión del conocimiento con solo marcar el libro y pegarle su calcomanía personal. No crean que mi tono es de censura y que mi ánimo clama por venganza. Muchas veces he sido yo un lector de contra carátulas y este es un buen medio para declararlo. Así, a la pregunta sobre Crimen y Castigo vale responder que la maestría de los diálogos alcanza su más elevada cota en los coloquios que median entre el juez y el sospechoso. Ante una duda sobre Joyce se acertará siempre diciendo que con la crónica de un día en la vida de Leopold Bloom en la ciudad de Dublín, Joyce convirtió la vulgar epopeya del hombre de nuestro tiempo en una obra inmortal. Una estrategia a todas luces limpia y distinguida que me obliga a proponerle al lector que haya llegado hasta aquí que denuncie al lector de contra carátulas, que ponga su nombre en los comentarios y que de paso lo calumnie apoyado en el anonimato, o bien que decida poner su nombre en el muro de los lamentos y declare abiertamente de qué libros ha sido lector de contra carátula y cómo ha funcionado su estrategia. Me queda faltando el proyecto editorial que se desprende de lo anterior y que muchos ya intuyen. Ya habrá espacio para eso.
3 comentarios:
Creo que el objetivo existencial de todos los impostores que habitan dentro de nosotros - el intelectual, el buen hijo, el blogger, el galán- es el de mantener saludable nuestra vanidad. Por lo tanto, y para continuar con la metáfora futbolística, me parece que señalarlos, negarlos y condenarlos es casi como hacerse un autogol. Saludos.
Profe, está muy bueno su blog. Ahora yo le puedo dar duro a usted.
Profe, ya que facilita usted este "muro de los lamentos" yo debo confesar que tengo un problema aún más perverso que el de los lectores de contra carátulas: Yo nunca termino de leer los libros y eso me hace tanto o más desvalida que los simpatizantes del gran resumen. Dejar un libro por la mitad es suficiente estrategia para hablar con propiedad de la historia, pero es igual de mediocre. Es tan triste abandonar a los personajes y al autor en la mitad de su esfuerzo.Es tan frio no querer conocer el final.
Soy mala lectora, pero me gusta empezar libros. ¿Será por eso que en mis sueños nunca logro llegar al sitio al que voy?
Usted me ha puesto a pensar.
Al pobre Bolaño lo tengo con la punta de la lanza a punto de liquidarlo, pero sólo la ilusión de volver a ver a Juan García Madero me ha mantenido leyendo.
¿Enamorarse de los personajes? dios!!! sí que soy mala lectora!
Gracias nuevamente por compartir.
saludos y éxitos.
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